lunes, 7 de febrero de 2011

Caminos y Flores

Tengo una obsesión con las flores y los caminos que, a fin de cuentas, para mí son la misma cosa. Una flor es un camino que, en su afán de respetar los perfectos trazos de su diseño y lo acogedor de su posada, invita a un recorrido de ida y vuelta, y que puede volverse tan placentero que motiva al caminante repetirlo una y otra vez hasta que la firmeza de su andar lo impida, es un lugar que surca la secuencia de la tierra, que la divide en dos, pero que es capaz de unir el suelo con el subsuelo, es la brecha abierta entre el mundo donde respiro y el sitio donde germina la vida, donde los milagros son comunes sin dejar de ser milagros.
Un camino es una flor esplendorosamente abierta a la vida, una pequeña planta nacida en tierra fértil para completar la exquisitez del paisaje, flor que, no sé si pensada de esa manera, es perceptible a todos los sentidos, casi veo en mis manos su aroma, saboreo el sonido de su ojo en ese abrir y cerrar al ritmo de las olas chocando en los peñascos, huelo el color dulce de sus pétalos como de rosa, escucho la textura en mi boca, y siento como florece de gozo mientras camino.
Las flores, o caminos, nos transportan a lugares de los que no quisiéramos despedirnos y puedo asegurar que tampoco quisieran que nos vayamos.
Se dice que la vida es un constante caminar, y aunque luego de nacer cada quien hace el propio, todos hemos sido alumbrados en un camino, alumbrados por la luz de una flor.

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